Mi ilusión era diplomarme en Ciencias Empresariales. Mi realidad era un contrato laboral en una asesoría a jornada partida, clases particulares de EGB al caer el día y siete horas de trabajo los sábados en un taller de planchadora. A los veintidós años ya vivía sola; las obligaciones laborales me absorbían los horarios de la universidad presencial, donde sólo pude asistir a las dos primeras clases. Daba vueltas y más vueltas al tema. Tenía que encontrar alguna forma de conseguir mi objetivo. Estábamos en la década de los noventa. Interesada en la irrupción de las nuevas tecnologías y las redes digitales, descubrí la UOC: la universidad que se adapta a las particularidades de sus estudiantes. He ido matriculando y superando asignaturas con la dedicación que ello requiere.
Era mi meta, mi proyecto, mi ilusión. Me caían comentarios un tanto mezquinos: ¡Pero si acabarás a los treinta años!, ¡pero si empiezas a los veintitrés, dónde vas a parar! ¡Si es edad de acabar!
Tengo treinta años, la semana pasada formalicé mi solicitud del título de diplomada. Es una de las mejores cosas que he hecho en mi vida. Y me he quedado enganchada a la UOC, hasta tal punto que he decidido matricularme y cursar el segundo ciclo de ADE.